LA ULTIMA ALMEJA (I,II, III y IV) - Fábula
I
Justo
en el momento en que el hilo líquido caía rumoroso hacia el abismo del retrete
en la penumbra del amanecer, un rayo de luz entró oblicuo y exacto por una grieta
de la contraventana convirtiendo aquel chorrillo en un cordón brillante de
dorada y pura transparencia. El fenómeno apenas duró unos segundos, no porque
el rayo de sol cesara sino porque ocurrió cuando el trance mingitorio estaba a
punto de concluir. ¡Qué extrañas y maravillosas asociaciones produce el azar,
así en la realidad como en la mente!
¡Qué instante prodigioso! ¡Qué pena no poder atraparlo, materializarlo
en algo tangible y duradero, para poder sacarlo de allí, del ámbito prosaico y
vulgar de un cuarto de baño, dignificarlo en un estuche de terciopelo y
entregárselo a mi Agustina como una ofrenda de amor!
En
ese momento, mientras a mi cabeza acudían tan elevados pensamientos y me
sacudía las rezagadas gotitas, ella retozaba en nuestro tálamo sumida en un
profundo sueño, tal como lo hiciera cuando, regalo de la providencia, la conocí
en aquella playa de Spitsbergen apenas unos días antes de mi vuelta a casa.
Claro que entonces, en lugar de sobre un somier de láminas reforzado, un
colchón de espuma de alta densidad y sábanas de algodón, su cuerpo reposaba en
un lecho de conchas y guijarros bastante menos acogedor.
II
Es cierto que la convivencia requiere de
mutuas renuncias, y aunque el amor lo puede casi todo, no negaré que su
exigencia de dormir con el aire acondicionado a todo trapo me suponía cierta
incomodidad. El pijama que compré en una tienda de Barentsburg –debería decir
«en la tienda de Barentsburg», pues era
la única que allí existía y que nos
permitía a los mineros destinados en aquel territorio sin alma, abastecernos de
lo más imprescindible para resistir los rigores de aquella naturaleza impía–,
aquel pijama, decía, me ayudaba a
soportar el frío, pero, sobre todo, era
el edredón de plumón eider bajo el que yo ocultaba hasta la nariz y que
cubría solo mi lado de la cama, lo que me permitía mantener un relativo confort
cuando estaba bajo su protección. Pero mi juventud había quedado arrumbada en
aquellas tierras inhóspitas hacía ya algún tiempo, y, a mi edad, rara era la noche
en que la próstata no tiranizaba a mi vejiga imponiéndole al menos una
excursión de descarga. Entonces sí que lo pasaba mal: desde que salía de mi refugio en el
lado derecho de la cama, hasta que conseguía enfundarme el aparatoso abrigo de
esquimal que me permitía enfrentar el helor ártico de nuestra alcoba, eran
momentos de mortificación. Pero ¿acaso el amor no es eso, sacrificio y entrega?
Qué le vamos a hacer.
III
Quién
me iba a decir que en mi propio y añorado país, en el que a mi regreso
esperaba, si no una recepción triunfal con pancartas, ramos de flores y banda
de música , si al menos el reconocimiento como libertador de
una cautiva, solo iba a encontrar la incomprensión de mis conciudadanos,
imbuidos de un ecologismo intolerante y radical que me recriminaba haberla
sacado de su entorno. Y aunque a veces, viéndola dormitar bajo las tres mil
quinientas frigorías del Fresh Breeze Air Conditioner, me preguntaba si mi
amada sentiría nostalgia de su tierra, ella, esto quiero que quede bien claro
desde ahora mismo, era libre de regresar allí cuando le viniera en gana aunque
con ello rompiera mi ya viejo y cansado corazón. Se lo tenía dicho una y mil
veces: «Amor mío, eres libre de volver allí cuando quieras, aunque con ello
rompas mi ya viejo y cansado corazón».
Tampoco en el feminismo militante, que me
reprochaba haberla convertido en mi esclava sexual, hallé el aliento que
esperaba. ¡Esclava sexual mi Agustina! ¡Ja! ¡Cuan equivocado puede estar el
juicio popular cuando se emite en base a prejuicios y habladurías sin
contrastar! Mi caballerosidad decimonónica me impide contar la verdad de
nuestras intimidades, pero les puedo jurar por lo más sagrado que si alguna
esclavitud sexual existía en nuestra relación amorosa, no era precisamente ella quien la padecía. En fin, dejémoslo, mejor no entrar en detalles.
El caso es que nadie parecía dispuesto a
escuchar mi versión, la de que ella se había acogido a mí para escapar
de la tiranía de un matón promiscuo y multipolígamo que cada vez que se la
follaba le dejaba en la espalda la marca de sus colmillos, como las muescas en
la culata del revólver de un pistolero del Far West. ¿Era ese el
consentimiento expreso y libre que predicaban quienes, ignorantes de la realidad,
me reprochaban mi supuesto señorío sobre su cuerpo?
Así que, ante tanta incomprensión, no nos quedó más remedio que emigrar, mudarnos a Morguesa, la ciudad-estado donde toda extravagancia encuentra acomodo y donde esperábamos integrarnos a la sociedad lejos de la hipócrita mojigatería, las miraditas de soslayo y los cuchicheos malintencionados de mis paisanos. Yo que había soñado tanto tiempo con el regreso a mi tierra.
IV
Pero
no perdamos el hilo del hilillo. Lo del chorrito convertido en efímera e
inasible joya por obra y gracia de un rayo de sol, es solo una anécdota poética
que demuestra cuales eran mis verdaderos sentimientos hacia Agustina. Cuando
volví a la cama me acurruqué a su lado y aunque le describí lo mejor que pude
mi visión dorada, no estoy seguro de que la comprendiera en toda su profundidad
lírica, pues me respondió con un oloroso regüeldo que, más que corresponder a
mi ternura, me pareció una especie de interpelación nutricional. Claro que, en
lo tocante a poesía, política internacional y filosofía del ser, debo admitir
que teníamos algunos problemas de comunicación. Pero como satisfacerla en lo
posible era para mí lo primordial, siguiendo el instinto que impone el amor,
bajé a la pescadería.
Y
mira por dónde que mientras esperaba turno recordé que justo ese día se
cumplían tres meses exactos de nuestro encuentro en aquella playa del Mar de
Groenlandia. ¡Cielos, casi lo olvido! Eso había que celebrarlo. Sería una sorpresa.
Sin reparar en el precio, compré para ella un magnífico bacalao fresco de Hiperboria
con el que esperaba compensar la decepción de la gargantilla dorada que no
había podido prender de su cuello, y
para mí una docenita de almejas de Carril –aborrecí el bacalao de tanto comerlo en aquellas tierras inhóspitas, pero me pirro por unas buenas
almejas crudas–, y una botella de champán. Para mejor honrar la efeméride, en
la tienda Todo a 1 pfito, adquirí globos de colores, confeti,
guirnaldas, gorritos de fiesta...
Al
llegar a casa, mientras con las bolsas de la compra y la botella de espumoso en
una mano intentaba con la otra acertar con la llave en la cerradura, me percaté
de que una lámina de agua comenzaba a aparecer por debajo de la puerta. Una vez
dentro capté un murmullo como de manantial y unos gemidos alegres, todo ello
procedente del cuarto de baño al que me
dirigí chapoteando en un caudal que se
extendía rápidamente por el suelo.
Es
difícil describir con palabras la profundidad del impacto emocional que me
produjo el espectáculo de pura y genuina alegría que apareció ante mis ojos
cuando, con los bajos de mis pantalones totalmente empapados y todavía cargado
con todos los paquetes de la compra, alcancé la puerta del baño. Dando palmas y
con una especie de hipidos de placer, Agustina se refocilaba en el seno de la
bañera con el grifo de esta y el de la ducha abiertos a todo lo que daban de
sí. El agua se desbordaba a raudales del recipiente pues el cuerpo de mi novia
no dejaba espacio para otra cosa en el seno de la bañera. Las lágrimas de emoción que brotaron de mis
ojos se unieron en simbiosis mística con las aguas del lago que cada vez más
extenso, cubría las baldosas del baño y el parqué del comedor y que, como ya he
dicho, superaba los límites de mi domicilio saliendo al rellano. Como un
bucólico río de alta montaña que buscara el fondo del valle, el agua de mi
bañera ya bajaba por la escalera en busca del portal y la calle, formando una
diminuta y cantarina cascada en cada peldaño.
No era difícil prever que la inundación
provocaría goteras en las viviendas de los pisos inferiores, y que quizá ello
podría incomodar a sus ocupantes, pero ¡qué importaba eso! ¡Quién podía
resistirse a tamaña explosión de júbilo primigenio y espontáneo! ¡Suban y vean!
Llegué a pensar en invitar a mis vecinos a regocijarse conmigo de aquella
fiesta gozosa, pero comprendí que la función era un regalo de ella solo para mí
y no pude sino, lleno de agradecimiento, unirme a la celebración y aplaudir y
dar saltos alborozados en aquella marisma.
(Continuará)
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