LOS PIGMEOS ALBINOS





Otto Paladín,  amable y rechoncho, agente de compulsaciones y legitimaciones, sin nada que cotejar  a esas horas de la tarde,  se encontraba desespinando unos filetes de halibut, cuando llamaron a su puerta. Era el sabio Barnabás, Tomislav Barnabás, practicante de profesión y químico diletante,  hombre alargado, enjuto, solitario  y circunspecto como un cadáver, cuyas habilidades con la jeringa y la síntesis de alcaloides le habían granjeado el  respeto distante de la población de Morguesa, un diploma honorífico del Gremio de Ganaderos (por su exquisito trato con las reses) y un estado general de estupefacción que podía confundirse con la gnosis trascendental. Venía don Tomislav con el propósito de obtener un certificado, a efectos de patente de producto, para una harinilla de centeno levemente cornezuelada que había elaborado en su laboratorio casero.

 —¡Faltaría más, hombre! Llega usted en el mejor momento —exclamó el funcionario de cotejos excitado ante la oportunidad de aliviar su forzosa soledad—. Rebozamos mis fletanes con su polvillo y hacemos las oportunas comprobaciones, usted y yo, tan ricamente.  Ardo  en ardor homologador, amigo mío, y  a juzgar por el laberinto de su mirada,  la cosa promete.

Efectivamente, el ciudadano Barnabás traía en sus ojos lánguidos y profundos un más allá misterioso y exótico que excitó la curiosidad de don Otto, siempre abierto a homologar nuevas experiencias.

 Bien desespinados, rebozados en la harina en cuestión y fritos en grasa de foca de Ross, los  filetes de fletán  dejaban en el paladar un retrogusto ferruginoso que desagradó al agente de compulsaciones, pero cuya opinión se reservó para sí  por no desairar a don Barnabás   y poner en riesgo su compañía. Superflua prevención la de Otto, pues el  sabio practicante, a pesar de su aspecto fúnebre, era un hombre humilde y  justo que apreciaba la sinceridad y no hubiera desdeñado cualquier sugerencia para mejorar su producto.

En la sobremesa, tras extender un certificado para oficializar el trámite homologador,  don Otto encendió el televisor y  los dos se repantigaron a mirar en la pantalla  la radiación de fondo procedente de un pasado tan remoto como el tiempo. Mientras,  el viento del mar que penetraba por una rendija de la ventana silbaba una melodía de Krzysztoff Komeda en tres por cuatro, poniendo música  a los primeros instantes del universo,  cuando aún faltaban 13.800 millones de años para que la canción fuera compuesta y Polansky rodara Rosemary’s Baby  (¿a que parece imposible?). (https://www.youtube.com/watch?v=n3j1qnCdwvM)

 Al ritmo del compás ternario de aquella música Paladín y Barnabás,  bailaron agarrados rotando sobre sí mismos y en torno al aparato, como un asteroide bicéfalo alrededor de su sol,  hasta que el cable del enchufe se les enredó entre los pies y cayeron uno sobre el otro. La irradiciación electromagnética cesó  y la nada primordial se adueñó de nuevo de la pantalla. Era el momento de salir a tomar el aire.

Caminaron en silencio por la senda que bordeaba la orilla de un océano color cobalto, henchidos  de fraternidad franciscana con todas las cosas que veían: hierbas, nubes, musgos, pingüinos, las piedras, las hermanas moscas, lapas y cangrejos, el aire del mar...

Y entonces, al otro lado, los vieron, irreales como un sueño: dos pigmeos albinos con el agua hasta la cintura, enfrentando muy juntos los embates de un océano  inconsciente  y temible. Desde la orilla los contemplaron  inmóviles, en silencio, temiendo que cualquier palabra, cualquier ruido extraño a ellos,  pudiera alcanzarles,  perturbar su juego estático  con las olas y hacerlos desaparecer. Perplejos permanecieron los dos hombres un tiempo impreciso, hasta que don Otto se giró  hacia  Tomislav para ver como una burbujilla de moco estallaba en un agujero de su nariz y dos regueros húmedos surcaban  sus mejillas arreboladas por el frío de la tarde. Entonces se abrazaron y lloraron y rieron juntos hasta casi diluirse en lágrimas de emoción forjando así una amistad inquebrantable.

 De vuelta al pueblo, cotejaron sus respectivas percepciones y, coincidiendo en lo fundamental,  las homologaron. 

Regresarían muchas veces a aquél lugar en la costa, y aunque reprodujeron punto por punto los hechos de aquella tarde especial —fletanes,  rebozado, baile, paseo…—  los  albinos nunca volvieron, sólo la espuma blanca de las olas al romper en las rocas cerca de la orilla. Claro que hay sueños que, aún homologados,  solo se sueñan una vez.

(Extraído de : Topete, Hans. 2008, "Islas, islotes y farallones de nuestras costas" Vol.V. pags. 103-105 Morguesa. Ed. Instituto Morguesano de Investigaciones Toponímicas  y Nomenclatura)


       Estampa parcial de la localidad con indicación de las localizaciones más importantes, facilitada por la Oficina de Información y Turismo.


Comentaris

  1. Esto está muy bien! Me encanta la frase " la radiación de fondo procedente de un pasado tan remoto como el tiempo". Y me gusta todo el relato.

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