LA ÚLTIMA ALMEJA (V y Moraleja)

 


V

De las secuelas económicas de la inundación no vale la pena hablar, eso es lo de menos. Solo diré que gracias a aquel episodio tan emocionante y divertido, descubrí que también en Morguesa hay gente intolerante, envidiosa del gozo ajeno, gente que solo ve el lado negativo de las cosas. Todo no puede ser perfecto, ni siquiera aquí.

Pero por mucho quebranto económico que se derivara de aquel suceso, no fue eso lo que me decidió a poner fin a nuestra relación. Porque ¿qué importa el dinero cuando hablamos de felicidad? La demanda de los indignados vecinos, las reparaciones en los elementos comunes del edificio, la sustitución del mobiliario y enseres echados a perder, la factura del servicio de los bomberos…todo eso lo hubiera sobrellevado con resignación, incluso con gusto, de no ser por la actitud desconsiderada y, por qué no decirlo, egoísta de Agustina para conmigo. ¡Qué gran decepción!

Vean y juzguen ustedes mismos.

            Cuando los bomberos ya se habían marchado y los vecinos habían dejado de insultarme –no se pueden ustedes imaginar las groserías que me dedicaron–, con toda la ilusión del mundo dispuse la sala con los adornos  que había comprado esa mañana: globos, guirnaldas, lucecitas intermitentes…, y puse la mesa decorándola con todo primor para una cena romántica, cada uno a un lado, la mantelería de la abuela, un par de candelabros, las fuentes con las viandas en el centro…, como en las películas. Agustina, tocada con una chistera brillante de purpurina y un simpático collar de estilo hawaiano rodeando su cuello, estaba preciosa. Yo me había enfundado mi esmoquin blanco con solapas de raso, lo más elegante de mi vestuario. Puede que les parezca demasiado para conmemorar apenas tres meses de relaciones, pero yo estaba enamorado y quería que mi novia se sintiera orgullosa.

            Ella dio un gracioso respingo sorprendida por el inesperado estampido del descorche del champán, que yo me apresuré a verter en su cuenco y en mi copa. Creo que nunca lo había probado, y sus muecas al sorber el burbujeante caldo me hicieron reír con ganas. Iba a ser, desde luego, una velada inolvidable.

            Cuando le coloqué delante la fuente de bacalao, ella comenzó a ingerirlo sin mayores ceremonias, con la naturalidad y el apetito de siempre, pero con mayor fruición si cabe: se notaba que apreciaba aquel manjar por encima de la caballa congelada con que solía alimentarla a diario. Me encantó comprobar que disfrutaba de mi regalo, había valido la pena cada pfito gastado en su cena. Y yo, a qué negarlo, feliz de verla feliz, ¿acaso no es eso el amor?

Pero todo el embrujo romántico de la situación se esfumó cuando quité la tapadera de la fuente que contenía mi cena, la docenita de almejas, ¿recuerdan? En un primer momento, Agustina, concentrada en su bacalao, no pareció enterarse; pero he aquí que cuando, recién abierta la primera almeja, me disponía a echarle unas gotitas de limón, sentí como un terremoto de grado seis o siete en la escala de Richter, y la mesa tan primorosamente dispuesta se hundió bajo los doscientos cincuenta kilos de mi amada.

Lo que más me dolió no fue su peso sobre mis piernas ni que, en un impulso incontrolable de su naturaleza  –¿debí haberlo previsto?–  Agustina se lanzara sobre la fuente de almejas y devorara todas las que allí quedaban, las once, en un visto y no visto, sino sentir como los labios amados, esos que yo tantas veces había besado, succionaban la última de ellas, esa que, milagrosamente, todavía permanecía en mi mano.  Ni siquiera esa me dejó, ¿se lo pueden creer?

No sé, quizá fui injusto con ella, porque no se puede pedir al viento que no sople, al fuego que no queme, a la Tierra que no gire, quizá fue mi culpa y debí pensarlo mejor antes de hacer aquella llamada telefónica que nos separaría para siempre; ahora, en frío, no digo que no. Pero mi rabia y mi dolor eran tan grandes que yo tampoco pude evitarlo, porque antes de arrebatarme aquella almeja, la última, nos miramos a los ojos y juraría que en los suyos vi un brillo de comprensión. Estoy seguro de que en aquel instante ella supo que aquel bivalvo significaba para mí una prueba de su amor, la prueba que yo necesitaba.  Y sin embargo…

A la mañana siguiente vinieron. Y viéndola recorrer el camino tramposo sembrado de pescados frescos preparado para guiarla hasta el camión frigorífico, lloré avergonzado de mi crueldad. Aquellos hombres, apiadados de mi congoja, intentaban darme consuelo asegurándome, una y otra vez, que allí a donde iba estaría mucho mejor que conmigo y que podría visitarla cada vez que quisiera. Es posible, pero yo no he conseguido desprenderme del sentimiento de traición que me embargó entonces. Todavía cada vez que la visito en el Aquarium municipal vuelvo a casa devastado.


MORALEJA

 Confío que el lector no se contentará con la mera literalidad de los hechos  y sabrá encontrar la moraleja que, como toda fábula que se precie, contiene la presente. Aun así, en previsión de que mi confianza pudiera verse defraudada por la pereza o desinterés de alguno, creo conveniente aclarar cuál es la enseñanza de validez universal que se desprende de esta triste historia. Y es esta la de que siendo cierto que en lo tocante a preferencias amatorias no hay norma, patrón ni frontera  que valga, sino que cada cual debe atender a su corazón,  si el de usted,  como el mío, gusta de los amantes de complexión, digamos, grasa, pero también aprecia la suave textura en boca y el sabor fino y elegante de las almejas  (olvide ahora cualquier tentación metafórica y contemple el sustantivo en su estricta literalidad zoológica) es mejor que no se enamore de una morsa.

 

 


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