LA ISLA FELIZ




           En Isla Domingo, un paraíso de holganza bañado por las amables y tibias aguas del  Mar de Morguesa, siempre era domingo.
            Un domingo, cerca del solsticio de verano, el sátrapa Domingo despertó en su luminosa alcoba palaciega con vistas al mar: 
—¡Dominguez, el desayuno! —clamó con su voz trompetera, modulada por la sordina de unas flemas matutinas. 
 Los domingos, don Domingo, hombre de rutina en el yantar y gustos sencillos, solía desayunar en la cama. Nada especial: dos huevitos de somurgo escalfados en rencín, tostadas con mermelada de quequén, té de fundo con nubecilla de leche de olsa, y jugo de payapajote.
—¡Dominguez! ¡Dominguez! —insistía don Domingo cada vez más impaciente.
   Pero como era domingo,  Dominguez se encontraba en la playa recogiendo conchitas para su colección de conchitas,  y el sátrapa, hambriento y  abandonado a su suerte, hubo de alzarse del lecho por sí mismo, buscar la cocina —aunque tenía cierta idea de su ubicación nunca la había visitado personalmente— y, una vez en ella, prepararse un precario desayuno con lo primero que encontró.
Fue en ese momento de desvalimiento, cuando don Domingo se cuestionó la pertinencia de sus últimas medidas legislativas. Y es que tras leer en un libro que el propósito de todo buen gobernante debía ser la felicidad de su pueblo y siendo que su mayor deseo era ser amado,   había adoptado algunas decisiones sumamente audaces. La primera, suprimir automáticamente los lunes: sabedor de la antipatía de la gente hacia ese día, qué mejor que  eliminarlo de un plumazo.  Después del sábado vendrían dos domingos, para pasar directamente al martes. Tal providencia, muy bien acogida al principio por la población,  no solucionó sin embargo  el problema de fondo, pues el odio a los lunes se trasladó a los martes (incluso con redoblada intensidad). Eliminar también el martes implementando por ley la triplicación de los domingos,  tampoco funcionó —ahora el odiado era el miércoles—, y don Domingo, que era un hombre práctico en grado sumo,  se dio cuenta, de que el método de la multiplicación de los domingos no solucionaría nada,  a menos qué —he ahí la genialidad— el multiplicador fuera el número mágico: el siete. Desde entonces en Morguesa los siete días de la semana serían domingo.  «A eso se llama atajar los problemas de raíz», pensó orgulloso de su propia sagacidad.  Pareciole entonces que «Morguesa» era una denominación demasiado lúgubre para un territorio tan endomingado y feliz  como el de su satrapía, y un nombre  resplandeció en su mente como el cartel luminoso de una discoteca de playa en una noche de verano: ¡Isla Domingo!
 Ahí no terminó la cosa: presa de un frenesí creador como no han conocido los siglos y embriagado de filantropía (y de ron dulce de pitango),  decretó su paternidad, ipso facto,  sobre todos y cada uno de los habitantes de Isla Domingo: hombres y mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas,   cerrajeros —no había cerrajeras en isla Domingo— gente del mar y de la mar, tratantes de ganado, de blancas y de negros, ludópatas, mujeres extraviadas y hombres encontrados, auxiliares y auxiliados…, todos (y todas)  desde ese momento, serían sus hijos (o hijas) biológicos (o biológicas) y pasarían automáticamente a llamarse Dominguez; pero no Efgaristo Dominguez  o Sístula de la Trinidad Dominguez, no, solo Dominguez,  sin más, sin otro nombre, apellido, ordinal o  complemento que de alguna manera adjetivara el patronímico desvirtuando su esencia. Ello, pensó don Domingo  en su rapto creador, reforzaría el sentimiento de pertenencia a la gran familia de Isla Domingo.
    

Ahora, en la soledad dominical de aquel domingo, sin servicio doméstico, con Dominguez cogiendo pechinitas en la playa,  don Domingo examinó mentalmente la situación:  «Un gobernante —pensó con humildad—, tanto más si también es el amoroso padre de sus gobernados, debe reflexionar,  y si se ha cometido un error y  hay que rectificar, pues se rectifica». Y la verdad, últimamente había detectado cierto abandono en la atención  a la res pública, especialmente en lo que se refería al servicio a su persona —«¿Dónde se habrá metido el sinvergüenza de Dominguez?»—. Al principio de la era dominical todo era maravilloso: los Dominguez, sus hijos, llenos de júbilo festivo,  cantaban y bailaban en las plazas públicas,  andaban a brinquitos por las calles adornadas con banderines y guirnaldas de colores, se besaban en las esquinas o copulaban sobre la hierba de los parques o en la arena de las playas como en un paraíso primigenio e inocente. Llenos de gratitud, acudían espontáneamente  a palacio a presentar a don Domingo sus respetos filiales, servirle y brindarle toda clase de manjares y presentes. Con las escuelas cerradas por descanso dominical, los niños crecían felices y silvestres como animalitos, mientras sus maestros podían relajarse del estrés en balnearios y casas de reposo, jugar al bingo o tomar lecciones de bombardino.  La alegría cundía por doquier en Isla Domingo.  Pero poco a poco el pueblo fue asimilando  el nuevo contexto y acostumbrándose a la indolencia dominguera. La explosión inicial de júbilo se apagó con la rutina y, sobre todo desde el reparto de los nuevos calendarios, la gente adquirió conciencia de un futuro lleno de domingos y se abandonó a la holganza total. Las cosas, meditaba don Domingo mientras se untaba un resto de manteca rancia de gormuz sobre una rebanada de pan duro —recordemos que estaba desayunando—, habían ido demasiado lejos: la ausencia de Dominguez,  a la hora del desayuno, era una trágica muestra. Y entonces lo vio claro: la forma de evitar el odio a los lunes no era suprimir estos,  sino eliminar los domingos. No quedaba más remedio: repondría los demás días de la semana, anticiparía el lunes y lo multiplicaría por dos, de manera que antes del lunes iría otro lunes (ya hemos dicho que Don Domingo era un hombre resolutivo que pensaba que los problemas había que atajarlos de raíz).
Pero, ¿no sería ya demasiado tarde? Porque, tomada decisión, ahora había que llevarla a la práctica:  redactar la derogación del decreto multiplicador de los domingos, imprimir la nueva ley reimplantando los demás días de la semana con duplicación del lunes, publicarlo todo, preparar y repartir los nuevos calendarios…Y, ¿cómo hacer todo eso en domingo, con todo el personal vacacionando?  Efectivamente, venga a llamar y llamar para dictar sus instrucciones y nadie acudía. La gente no está dispuesta a que le roben su descanso dominical. Así que sí: ya era demasiado tarde. El país había quedado estancado en la voluptuosidad dominguera. Y es que una vez una comunidad se instala en el domingo perpetuo es casi imposible sacarla de ahí. Y al igual que una bicicleta que si se detiene  se cae al suelo, Isla Domingo, paralizada y bajo la carga de una población cada vez más rolliza (el domingo fomenta el sobrepeso), blanda (el domingo fomenta la molicie) y numerosa (el domingo fomenta el rijo), se hundió para siempre en el mar.
            Por eso algunos dicen que es precisamente ahí, en el fondo del mar de Morguesa, donde yace el secreto de la Atlántida feliz.




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