E n Isla Domingo, un paraíso de holganza bañado por las amables y tibias aguas del Mar de Morguesa, siempre era domingo. Un domingo, cerca del solsticio de verano, el sátrapa Domingo despertó en su luminosa alcoba palaciega con vistas al mar: —¡Dominguez, el desayuno! —clamó con su voz trompetera, modulada por la sordina de unas flemas matutinas. Los domingos, don Domingo, hombre de rutina en el yantar y gustos sencillos, solía desayunar en la cama. Nada especial: dos huevitos de somurgo escalfados en rencín, tostadas con mermelada de quequén, té de fundo con nubecilla de leche de olsa, y jugo de payapajote. —¡Dominguez! ¡Dominguez! —insistía don Domingo cada vez más impaciente. Pero como era domingo, Dominguez se encontraba en la playa recogiendo conchitas para su colección de conchitas, y el sátrapa, hambri...