Pepón


Una de las estepas más extensas de ternura y desolación es la del tonto del pueblo de cuerpo presente.

Sus tías enlutadas hasta el extremo habían llorado tanto que cualquiera hubiera creído agotado su ímpetu para seguir, como lo hicieron, de manera tan porfiada con los rostros enrojecidos e inasequibles al reposo.

La madre que ya desde hacía semanas desvariaba (todo el día cantando el Oriamendi y leyendo una novela ajadísima de Álvaro Retana) estaba postrada en cama, sin comer sólido y tomando solamente los caldos que sus cuñadas preparaban sin parar. Así que el velatorio era cosa para ellas que no paraban de sacar botellas de anís y de coñac y pastitas que habían comprado en el horno de Cifuentes que también cobraba la iguala de dos médicos ¿Cuándo dormía ese hombre?

Las visitas permanecían graves, se conoce que por tener la boca llena y los sollozos de las tías eran como el órgano que suena en las catedrales a medio fuelle.

Habían vestido al difunto con un uniforme de alabardero real que otrora fue de su padre aquel buen mozo, fuerte, simpático, siempre dado a la risa. Pepón estaba muy gordo y el terno de alabardero le confería el aspecto de una morcilla policromada aunque este detalle pasó inadvertido a todos considerando la afición de Pepón al disfraz de todas clases. Solo tres días antes de lo que don Cauterio calificó de "angina de Prinzmetal fulminante", Pepón se había revestido (ése término usaba) de Raquel Meller e intentó salir a uno de los balcones de la casa para arrancarse con un cuplé. Se lo impidieron sus tías que, viendo venir la escena, habían resuelto hacer chocolate con picatostes que era la perdición de Pepón. Al rato se apaciguó y anunció que iba a revestirse de vestal pero la idea se le fue enseguida de la cabeza; ya estaba malo.

Aceptaron un café con leche pero al poco, los de Pompas Fúnebres La Postrera, pidieron decorosamente una copa de coñac mientras preguntaban si habría voluntarios para llevar a hombros al finado hasta la iglesia, cosa improbable dada la magnitud de aquella paca. Nada, se usaría el carretón. Y así se hizo.

El padre Alpechiscle fue muy leve porque todo lo que se podía decir de Pepón era tal cúmulo de despropósitos que hubiera llevado a la parroquia a un estado de hilaridad impropio del sagrado lugar.

Como el cementerio estaba muy cerca, la inhumación fue también muy breve pues se prescindió del responso.

De vuelta a casa, las hermanas comprobaron que su cuñada dormía a capricho pues roncaba como una locomotora. En la habitación de Pepón, abrieron el armario de revestir y, como por ensalmo, recibieron en la cara una leve luz mortecina que duró muy poco, se miraron y estuvieron por lo menos diez minutos venga la risa.

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