Señores de la Tierra




            ¡Gloria a nuestros ancestros! ¡Honor a  aquellos que con su sacrificio abrieron el camino! ¡Loor a los héroes infinitesimales que, con desprecio de sus vidas, afrontaron la lucha como sistemas complejos adaptativos!

            La victoria, sabedlo, no fue ni mucho menos fácil. Solo a costa de millones, qué digo, ¡billones de bajas!, lo conseguimos. Y todo se lo debemos a ellos, al tesón desinteresado de aquellos pioneros mutantes, escoria de su especie, que con un pundonor sin límites, consiguieron atravesar los fosos siniestros excavados por los hombres, escalar las murallas de sus castillos, sortear los proyectiles asesinos arrojados desde las almenas, y penetrar sus defensas para seguir en la brecha.

            Eran muy pocos, solo los más raros, los que lo lograban.  La perplejidad de los humanos ante la resistencia de aquellas anomalías  daba a nuestros héroes el respiro, breve, pero suficiente que necesitaban para replicarse y volver al ataque. Otra batalla comenzaba,  y esta vez los humanos, listos y taimados como ellos solos,  utilizaban nuevo armamento contra el que nuestras unidades de mutantes caían como moscas. Apenas alguno, quizás un gordinflón, ridículo y risible, conseguía sobrevivir a duras penas para mantener viva la llama. De nuevo la falsa quietud de un campo de batalla abonado con infinitos cadáveres daba a aquel guerrero, único superviviente de la masacre, la oportunidad de replicarse mientras los humanos, ebrios de triunfo, celebraban su victoria creyendo habernos vencido para siempre. Pero otra vez aquel valiente, al mando de sus nuevas huestes de soldados gordos y feos como él mismo, se lanzaría a un ataque loco, suicida, instintivo. Quizá los primeros embates resultaran esperanzadores: ahora sí.   Pero no, ahora tampoco. Como siempre volvíamos a caer ante las artimañas aún más sofisticadas de los hombres; y como siempre alguno de los nuestros, mutante entre mutantes, feo entre los feos, conseguía escapar de la muerte y formar una estirpe de soldados a su imagen y semejanza para volver a la lucha  en un proceso que parecía no tener fin… Los nuestros cada vez más obesos, más resistentes; el enemigo cada vez más preparado, más efectivo, más letal…

Pero algo ocurrió, algo que cambiaría el destino para siempre.   Cuando, merced a las sucesivas mutaciones, los virus ya teníamos el tamaño de una pelota de golf, los humanos intentaron acabar con nosotros con armas nucleares. Gran error. Sí, los nuestros eran diezmados  sin compasión por la radiactividad, pero los resistentes ya no eran solo los más grandes y fuertes, sino también los más listos. Y en la cadena mutación-supervivencia-réplica-mutación-supervivencia-réplica…,  los virus fuimos ganando en tamaño e inteligencia; nuestros ejércitos, que hasta entonces se habían lanzado a la batalla a tontas y a locas, como pollos sin cabeza, se percataron de la necesidad de urdir planes y estrategias. Y lo fundamental: nuestros soldados comenzaron a temer la muerte y a tomar precauciones. En qué momento exacto adquirimos conciencia de nosotros mismos como  individuos, es difícil saberlo y, desde luego, objeto de encendidos debates entre los virólogos. Lo cierto, por lo que ahora interesa,  es que el enemigo empezó a perder terreno,  y ante el fracaso de otras armas intentó debilitarnos con algo imprevisto,  nuevo, devastador:  los sermones teológicos, el  concepto de pecado, la idea de trascendencia más allá de la muerte... Para entonces, cuando el tamaño de los nuestros era el de una pelota de fútbol y el cociente intelectual medio de los virus cercano al 75, sus homilías conseguían  reblandecer  las defensas mentales de nuestros ingenuos antepasados, dejando vía libre para que los asperges de agua bendita lanzados por viles sacerdotes  armados hasta los dientes de hisopos y estampitas, disolvieran los entendimientos. Pero de nuevo los hombres fracasaron en el exterminio total y los supervivientes, mutantes grandullones, con cocientes intelectuales de cien e incluso más, se adaptaron a las circunstancias, abrazaron la religión y comenzaron a recibir el rocío bendito con genuino arrobo. Aún hoy en día muchos virus atribuyen nuestro triunfo a la inspiración de un  Virus-Mesías,  un líder de naturaleza divina que habría venido al mundo y muerto por todos nosotros para mostrarnos el camino y redimirnos de nuestros errores.

Lo demás ya lo sabemos: los hombres no podían competir con nuestra capacidad de adaptación y réplica —muy menguada a estas alturas, pero todavía superior a la suya, supeditada al sexo— y fueron exterminados en su totalidad. Nosotros no cometeríamos el mismo error que ellos, y conscientes del peligro de dejar alguno con vida, los matamos a todos.

Por fin, liberada la Tierra de humanos, somos nosotros los señores del planeta.  Ahora toca  centrar nuestros esfuerzos en derrotar a los phis, esos invisibles agentes infecciosos que penetran nuestros cuerpos para destruirlos. ¡Y cómo mutan los muy canallas!


Comentaris

  1. Es un placer leerte y admirar tu fantástica foto.
    Es una historia futurista, pero muy realista.
    Un gustazo volver a reencontrarte.
    Un fuerte abrazo.

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    Respostes
    1. Hombre Juan, el gran "foto-lunático", me alegro mucho de verte por aquí. Y muchísimas gracias por tus palabras. Un abrazo.

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