CIRCUITO CERRADO





Todo empieza donde termina (y viceversa).
 (Otis de Raventós i Perogrull).


            Partiendo de sí mismo y haciendo transbordo de unos ojos a otros como el testigo en una carrera de relevos,  Jorge Luis inició un viaje por la realidad a bordo de miradas ajenas, en busca de alguna certeza. Curiosamente, su primera montura fue una mirada con vocación de tacto, la que un hombre posaba con disimulo en la prometedora cuevecilla entre los muslos de una joven que leía en el metro sentada frente a él.  Tras el salto a la mirada de ella (la del hombre no conseguía ir más allá), Jorge Luis compartió sus deseos de abofetear a un mocoso que reclamaba, el muy idiota,  el teléfono móvil de mamá,  perturbando con sus lloriqueos el sosiego de todo el vagón. A bordo de las miradas de madre e hijo, cargadas de reproches mutuos, llegó al parque donde cambió a la del vendedor de alpiste para las palomitas, un ingeniero amargado que atisbaba rencoroso a los papás y mamás que pastoreaban a sus retoños en esa mañana soleada y cuyas  miradas compartían un sentimiento de dominical autosatisfacción.
Y así, cabalgando miradas encadenadas, Jorge Luis salió del parque, recorrió la ciudad, el país, el mundo,  desde las cumbres excelsas donde el aire es de cristal, hasta las cloacas más infectas de la degeneración, pasando por vastísimas estepas de mediocridad. Todo el mundo miraba, todo el mundo era mirado. Habitó miradas de amor, de odio, de envidia —muchas de envidia—, miradas de miedo, de compasión y de indiferencia. Vio al explotador con los ojos del explotado; a un honrado comerciante con los de su empleado desleal; al fanático desde el tibio y al indolente que era observado con desdén por el exaltado. Se instaló en la mirada simple y resuelta de un perro callejero y en la compleja —inocente, avergonzada y triste—  de don Serafín, un filántropo de gran corazón, cuya afición a la ornitología de urinario le impelía irresistiblemente a dirigir la mirada hacia el mingitorio contiguo en busca de pajaritos: “¿Qué daño hago yo a nadie, si puede saberse?”, pensaba mientras huía de la indignación del encargado de los urinarios, al que, momentos después, vemos denunciando en comisaría y rindiendo su mirada servil ante el subinspector Todolí que se la devuelve con desprecio, recorriendo de arriba abajo al chivato de los meaderos, mientras Carmencita, víctima de las babas de Todolí,  mecanografía la denuncia y lanza a este miradas de asco.
A veces Jorge Luis  se quedaba un rato rebotando en un espejo o atascado en la redundancia  de quien solo se contempla a sí mismo, aunque al final siempre conseguía liberarse y, montado en otra mirada, reanudaba la marcha.
En su viaje pronto constató que certezas, lo que se dice certezas, había muy pocas,  que la realidad era  irreal, resbaladiza, ambigua, contradictoria, siempre tamizada por cada mirada que se cierne sobre ella.
Y sucedió que un día, en la plaza Jamaa el Fna, en Marrakesch,  la mirada de un quiromántico farsante y vendedor de higos secos en la que Jorge Luis  habitaba en ese momento, se cruzó por ventura con la de un incauto turista en la que, tras unos instantes de zozobra, reconoció a…¡Jorge Luis!: “¡Coños, he vuelto!”, se dijo.  Y volvió a su seno para iniciar un nuevo periplo, al final del cual se reencontró de nuevo con sus ojos. Y vuelta a empezar. Y así una y otra vez. A veces tardaba mucho en regresar; otras el circuito era muy corto y volvía sobre sí mismo en seguida.
 Quizá algunos piensen que alguien  que se pasa la vida brincando de mirada en mirada no puede  ser sino un picoteador superficial, una especie de volatinero incongruente sin criterio propio. Es posible, pero eso no es tan malo, no crean,  porque permite  contemplar un paisaje más ancho que el de quien se queda encerrado en los límites de su propia mirada (lo del “criterio propio” está sobrevalorado y, además, casi siempre es mentira).
Pero resulta que Jorge Luis, con tanta mirada contradictoria, tanto viaje y tanto relativismo, no acababa de asentar conceptos, todo flotaba en su cabeza de manera un tanto confusa —le pasaba lo que a mí, ya lo habrán notado—. Y el muchacho, en su búsqueda de certezas, siempre en pos de un punto de apoyo, descubrió que lo único seguro era que allí, en su mirada,  empezaba y terminaba todo, kilómetro cero,  lo que le sugirió la idea de Dios. Entonces su madre, ya de por sí muy preocupada —normal en una madre—, se preocupó todavía más.
 Después fue cuando le llevaron al médico y le dieron una pensión.


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