EL FÉRETRO DEL EMPERADOR

EL FÉRETRO DEL EMPERADOR



I

Cuando, allá en su ilusa juventud, Elvis de Dios Oblitas  se matriculó en la Facultad de Arqueología,  soñaba consigo mismo abriéndose paso en la espesura, machete en mano,  en busca de civilizaciones engullidas por la jungla y el tiempo, o,  enfundado en bombachos y salacot, desenterrando tesoros funerarios de antiguos faraones. Al regreso de sus viajes, el mundo se rendiría a sus pies: honoris causa, conferencias, hijo predilecto, cocteles en palacio y las más bellas damas suspirando por el cipote del irresistible explorador. Carter, Bingham, Schliemann...esos nombres pesaban mucho en sus fantasías.
 Treinta años después, el globo se había desinflado en la monotonía de la docencia universitaria,  apenas aliviada por algún trabajillo de campo desempolvando y catalogando pálidos restos de cerámica primitiva. Esos paréntesis al aire libre  eran lo más excitante que le había deparado una carrera de la que a estas alturas ya esperaba poco, como si la tierra que cuidadosamente había eliminado con su pincel de aquellos trozos de arcilla cocida, se  hubiera ido depositando sobre sus sueños hasta enterrarlos casi por completo.
Su espíritu fantasioso, unido a su condición pusilánime, hipocondriaca y remisa a la acción había resultado una combinación perfecta para alcanzar ese estado de semifrustración permanente  en el que discurría su existencia. Al parecer, la gloria debía llegarle de forma natural, como reconocimiento hacia un talento, el suyo,  que no tenía por qué humillarse en demostrar. Elvis de Dios había cifrado sus esperanzas en una suerte de acontecimiento futuro indeterminado y grandioso del que sería protagonista,  que ocurriría espontáneamente,  sin necesidad de arriesgar su confort pequeño burgués en aventuras inciertas. Cuantas veces se le había presentado la oportunidad de participar en alguna expedición exótica, la excitación inicial se iba apagando poco a poco, hasta que, acercándose la fecha  de la partida, su cielo se oscurecía completamente con nubarrones  de temor y  paranoia.
—Quizá la próxima…


II

Por fin, a las puertas de su retiro, sin margen ya para la procrastinación, Elvis de Dios se enroló —ahora o nunca— como arqueólogo en la aventura promovida por el galán-explorador Luisito Schikenburger en busca de la tumba del emperador Xuphaxoch II, al que se suponía un fabuloso ajuar funerario.
Había llegado más lejos que nunca, pero una vez en aquella ciudad austral,  en el linde mismo de la jungla, su noche comenzó a poblarse  de alimañas ponzoñosas y nativos antropófagos ansiosos por fabricarse un llavero con su bolsa escrotal, y, al final,  Schikenburger hubo de partir sin el arqueólogo Oblitas, aquejado de un desarreglo cagón.
Con la expedición en marcha,  recompuesto su intestino, Elvis se dispuso a ordenar su equipaje para pasar unos días de vacaciones tropicales, todo incluído.



III

Aturdido por el espanto, hubo de tomar asiento para calmar su ánimo antes de  echar otro vistazo.  La segunda vez fue aún peor porque confirmaba que la primera impresión no había sido una simple alucinación hipnopómpica: como el dinosaurio de Monterroso, la momia seguía allí.
 Desde entonces ya nada sería igual,  y no tanto por el hallazgo de la mojama imperial (decepcionantemente carente de casi cualquier ornamento), como por las circunstancias en que este se produjo,  que trascendían lo meramente arqueológico para imbricarse en cuestiones tan enjundiosas como la  naturaleza del tiempo y el devenir, el concepto de realidad…  la vida misma.
Y es que la prueba del carbono 14 y cuantos exhaustivos análisis fueron realizados por los mejores especialistas del mundo, confirmaron lo inconfirmable, esto es, que aquel era el emplazamiento original de la momia de Xuphaxoch II; en otras palabras, que el cuerpo momificado del emperador había sido inhumado precisamente en aquel armario ropero que, ¡oh paradoja insalvable!, no sería fabricado sino hasta veinte siglos después por IKEHAY, una multinacional sueca del sector del mueble doméstico. Ahí es nada.

IV

¿Cómo explicar la realidad, tan incontestable como incongruente,  de que Xuphaxoch II hubiera sido sepultado en ese ropero cuando ni siquiera existía la factoría en la que  el mismo se habría fabricado, si no era mediante  la idea de un  Dios omnipotente y veleidoso complacido en jugar con la lógica de los hombres como una niña con los bucles de su cabello? Pues no señores, un poco de seriedad: en lugar de atribuir el misterio a diosecillos juguetones —reflejo de nuestra tendencia natural a echar la culpa de todo a los demás—, acudamos a la ciencia moderna para esclarecer el enigma: tomemos la teoría de los universos paralelos de Everett  combinándola con una flexión del espacio-tiempo tipo “cinta de Moebius”, removamos la mezcla con un palito hasta que sus componentes sean apenas discernibles, aderécese con unas  gotitas de indeterminación cuántica, agítese todo  hasta el punto de confusión acrítica y…¡voilà!, tenemos un pasadizo a una realidad distinta de aquella en la que comenzamos a sacudir la coctelera, una realidad en la que IKEHAY promociona retrospectivamente el uso de sus armarios  en sociedades del pasado remoto, ¿ven que sencillo? Si es que, aunque algunos se empeñen en lo contrario, la ciencia no tiene por qué resultar complicada cuando se sabe exponer.
Quizá se pregunte usted, avispado lector, qué utilidad podían tener aquellos muebles roperos para unas gentes que vivían en una permanente (e indecente) desnudez.  Evidentemente ninguna, aparte de como combustible (superfluo dada la abundancia de leña en la selva) o —he ahí el quid de la cuestión—  ¡como féretro para sus muertos!  Todo encaja.
Al rigor apabullante de tal explicación se ha opuesto por algún puntillosillo la objeción de que, siendo que aquellas culturas australes desconocían la escritura, serían incapaces de armar los muebles de IKEHAY porque no sabrían leer las instrucciones de montaje. Endeble refutación esta, cuando resulta obvio que para aquellos mercados la multinacional sueca editaría sus instrucciones mediante pictogramas y dibujitos de fácil y universal comprensión.


V

A pesar de la contundencia científica de la versión expuesta, era inevitable el surgimiento de las típicas teorías conspiratorias que siempre aparecen tratando de desprestigiar  cualquier avance humano —y el descubrimiento  de un agujero  en el tiempo, sin duda lo es— inscribiéndolo en un gran complot urdido por unos poderes fácticos en la sombra  para engañar al público crédulo. La especie que encontró más eco en esos mentideros recelosos fue la de que todo no habría sido sino un montaje orquestado por el seductor Schikenburger para hacerse con el tesoro de Xuphaxoch II sin rendir cuentas a nadie.  Luisito habría reclutado al arqueólogo Oblitas como coartada científica de la expedición, a sabiendas de que el muy gallina acabaría como siempre rajándose y dejándole vía libre.  Hallada y saqueada la tumba, regresaría clandestinamente al hotel  para meter la momia, despojada de todas sus joyas, en el armario del arqueólogo aprovechando alguna ausencia de este. Unos cuantos sobornos habrían removido muchos obstáculos y resuelto el problema de los análisis científicos cuyos resultados configurarían la paradoja  del rizo temporal. La financiación de todo el plan, habría corrido, claro está, a cargo de la multinacional escandinava.
Aunque nosotros no otorgamos ningún crédito a tan maliciosa versión —¡faltaría más!— hay que reconocer que la misma contiene cierta coherencia teleológica pues, de ser cierta, todos los implicados habrían alcanzado sus respectivos objetivos: Schickenburguer el tesoro, IKEHAY publicidad para sus armarios y Oblitas la gloria (si no como arqueólogo, si como descubridor de la flexibilidad intrínseca del tiempo) sin arriesgar el culo,  así que quédese usted con la versión que prefiera —la verdad científica o el bulo conspiratorio—; allá usted con su veneno si opta por la segunda.







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