EL CENICERO AMARILLO O DE LA IMPORTANCIA DEL SERVICIO DE MANTENIMIENTO DE ASCENSORES



I

           —Ay hijo, eso no, por favor, eso no… —solloza doña Ricarda mientras Oswaldo la inmoviliza en la silla con una cuerda.  Son sus últimas palabras, antes de que su boca quede sellada con cinta americana.

            —Hala, calladita  abuela, y tranquila que es un momento.

Le ha llamado hijo y además físicamente le recuerda un poco a su madre, pero Oswaldo es un profesional y sabe que no puede asumir riesgos, la seguridad en el trabajo es lo principal. No pensaba encontrar a nadie en pleno invierno en aquél edificio en la playa, pero nunca se sabe, en este oficio hay que lidiar con lo que sale.
           
La anciana gimotea tras la mordaza, mientras Oswaldo registra la casa. En los estantes del mueble un Sísifo de metal macizo cumple condena aguantando las Grandes Obras de la Literatura Universal y otros libracos de lomo homogéneo y vocación  decorativa para evitar que caigan sobre un búcaro “Festa de la Ceràmica de Manises”. Un cenicero triangular de plástico amarillo con el logotipo “RICARD” impreso en sus tres lados, pone el toque de color en el apagado paisaje de la librería. Tras la puerta abatible, una botella de anís Tenis y otra de Veterano se duplican en el espejo del fondo. El hueco central está ocupado por el aparato en sí, que en ese momento expele bazofia rosa y que Oswaldo apaga para no desconcentrarse. En los cajones superiores,  la cubertería y la mantelería,  y en el de abajo, una guía telefónica, varios lápices despuntados y una miscelánea de cadáveres de la vida cotidiana en espera de su definitiva sepultura en la fosa común del cubo de la basura. Nada de interés, el Percha no paga por eso.

En el dormitorio, colgada en la pared, una pareja joven —plano medio-corto en blanco y negro coloreado— vigila el amortizado tálamo nupcial desde un marco ovalado de madera dorada: él, chaqueta de raya diplomática y corbata oscura,  sólido tupé,  bigote Errol Flynn  y la mirada esperanzada y responsable de quien sabe que la vida no es una juerga. Ella luce melena cardada y labios iluminados con un discreto carmín,  y atisba el porvenir con ojos soñadores. Sí, es ella. ¿Y él? Muerto seguramente;  ya se sabe,  los tíos…

En la cómoda, junto al quinqué eléctrico, un joyero de laca negra con un dibujo dorado que representa un paisaje chino con casitas y árboles, y dentro, en sus compartimentos, un surtido de joyas de escasa enjundia: cadenita y medalla primera comunión,  algunos pendientes, collarcito de perlas, sortijas…,  poca cosa. Es lo que hay: apartamentos de costa, invierno, los propietarios en Madrid… Poco riesgo, poco botín, apenas baratijas para ir tirando y de tarde en tarde alguna sorpresa. Hoy la vieja :  ¿qué coño hace allí en esta época del año? Oswaldo daba  por sentado que era territorio franco, y va y aparece la abuela merendando magdalenas, me cago en dios.

Mientras mete el joyero en el petate siente sobre sí el reproche mudo de la parejita y le asalta una punzada de congoja hacia aquella joven que miraba ilusionada a un futuro del que no queda nada, solo una vieja solitaria ahora mismo atada a una silla. Puta vida.

Déjate de melindres, Oswaldo,  y largo de aquí rapidito, no juegues con el destino. Al volver a la sala los ojos de la mujer están inundados de lágrimas. Mierda, mierda y mierda: botín de pacotilla y la abuela de los cojones. Se acerca y revisa las ataduras, que no aprieten demasiado:

            —Ea, señora, le pongo la tele y se distrae usted un ratito, que yo me voy.  No llevo móvil, pero desde la primera cabina  llamo al 091 y en un periquete vienen a soltarla, ¿vale?



II


            Oswaldo se marcha dejando la puerta entornada para que no tengan que forzarla, que la pasma es muy bruta.  ¡Vaya día!, piensa mientras espera el ascensor. Por ese material el Percha no afloja ni cien del ala, como si lo viera:

—¿Pero qué coño me traes, Oswi? —el muy cabrón preparando el terreno—. Cien pavos y palmo pasta— el hijoputa sabe cómo menospreciar la mercancía. Cuando compra, claro; cuando vende te la mete doblada.

Y luego los remordimientos, la vieja…

 Oswaldo vuelve sobre sus pasos.  Ella parece más tranquila —la tele distrae mucho la soledad de las personas mayores— pero renueva el lloriqueo al verlo. Mascullando blasfemias, saca el joyero del petate, lo único que se llevaba,  y  lo deja sobre la mesa del comedor; escudriña a su alrededor, duda,  y al final coge el cenicero amarillo RICARD —su botín del día—, lo echa al petate y se larga. No puede trabajar en los demás apartamentos, no estaría tranquilo con la abuela ahí atada, no vaya a darle algo, así que entra en el ascensor y comienza a descender. Pero antes de llegar abajo, el cacharro se detiene bruscamente. Oswaldo presiona de nuevo el 0, el 1, el 2…todos los botones una y otra vez..., nada.  Intenta abrir la puerta  pero la caja se ha detenido entre dos pisos, me cago en mi vida.




III

            Cuando los técnicos de Seifert y Bienzobas, abrieron la puerta del ascensor, Oswaldo Lerel Retinto llevaba ya varios días en excedencia. El juez ordenó el levantamiento del cadáver y se lo llevaron en una bolsa, pero la pestilencia, no acababa de desaparecer de la escalera. Entonces alguien pensó en doña Ricarda, la anciana  del tercero, que pasa temporadas en el apartamento, quizá ella sepa algo.

La puerta estaba entornada y el fiambre atado a una silla y amordazado.

Curiosamente, la autopsia dató ambas defunciones en torno al día de Santa Francisca  Kubelik, patrona de los ascensoristas.





IV

Exploremos ahora  otra posibilidad: la de que, como Oswaldo había sido tan delicado con las ataduras,  doña Ricarda  pudiera aflojar el nudo a base de forcejeo,  escurrir una mano del lazo que la aprisionaba y desasirse  completamente. ¿Telefonear? ¿A quién? Martita no estará en casa a estas horas. ¿Policía? ¿Denunciar el robo de un cenicero de plástico? Doña Ricarda se acaba la merienda que le interrumpió el caco.  Le gusta la playa en esta época, sin los agobios del verano con todos esos niñatos jugando a la pelota y las manadas recorriendo el paseo marítimo como si fuera una cañada de ganado trashumante,  pero hay que reconocer que tanta soledad tiene estas cosas, le dan a una un susto como el de hoy y cualquiera sabe; y además este invierno tan frío y ventoso…  Decidido: mete cuatro cosas en una bolsa  —en el pueblo tiene de todo—, baja las persianas, cierra la llave de paso del agua, quita la luz y echa la llave. Llama al ascensor pero no funciona, maldito cacharro, averiado cada dos por tres, otra vez a pie,  ella que ya no está para esos trotes. Agarrada al pasamanos, baja lentamente la escalera y entre el primero y el segundo está el ascensor detenido, con alguien dentro  maldiciendo.  Es él, claro.

—Ahí te quedas hijo —dice la mujer en voz alta.
—Por favor, señora, por favor…no me deje aquí —ruega Oswaldo desde su prisión— …por favor…

Al abrir la puerta del zaguán, el ruido del mar acalla las súplicas del criminal  y ella se aleja tranquilamente sintiendo en su rostro el frío aire invernal y la agradable sensación de que la justicia ha sido restablecida.

Al regresar del pueblo, varias semanas después, la primavera ya se insinúa en el aire. Hay jaleo en la entrada del edificio:

—¿Qué ocurre agente?

— Esperando al juez, señora. Un desgraciado se quedó encerrado en el ascensor y como por aquí no ha venido ni dios en semanas, el tipo la ha palmado.

—¡Qué horror, pobre hombre! Mire que se lo tengo dicho al administrador: Don Rufián, este trasto nos va a dar un disgusto un día. Y él, que no puede hacer nada, que los señoritos de Madrid, total para un mes que vienen de vacaciones no quieren hacer gasto…

En la luz de estos días ya hay otra alegría: da gusto asomarse a la terraza a disfrutar de la brisa,  e incluso, en las tardes buenas, con una rebequita, merendar allí afuera contemplando el beso de las olas en la arena. La anciana recuerda con nostalgia aquellos días de su luna de miel en Biarritz,  los desayunos frente al mar en aquel barecito, con su Antonio, que en paz descanse:

—Mira mi amor, mira lo que pone aquí, tu nombre: R-I-C-A-R-D-A —deletreó Antoñito construyendo la última A con sus dedos—. ¿Lo ves? Es tuyo —y le dio un besito en los labios mientras le metía disimuladamente en el bolso el cenicero amarillo que le robó ese canalla sin escrúpulos.



(Febrero 2018)





Comentaris

  1. He estado por aqui y volveré cuando lo haya digerido. Independiente de ser fiel a su estilo veo un relato negro totalmente academico, perfectamente organizado . Me ha gustado. Nos vemos.

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