LA LUZ ROJA
I
Quizá
solo fuera un fallo, una simple avería eléctrica, pero, ¿y si se trataba de una
prueba? La cola continuaba creciendo, ya doblaba la esquina de la avenida y abandonaba
la ciudad camino de las montañas. Avería, sabotaje u operación deliberada de las
instancias superiores, ¿cómo saberlo? Lo que se necesitaba ahora eran
instrucciones (un pueblo puede soportar casi cualquier cosa si tiene instrucciones
aunque a veces su sentido se nos escape —los designios de los líderes pueden
ser inescrutables—), directrices que evitaran la incertidumbre, la parálisis y el caos.
La
gente que llegaba camino de su casa, de la oficina, de misa de ocho o de la
papelería de comprar un sacapuntas, quedaba atrapada en la cola como las cañas bajo
el puente. Bueno no, así no: las cañas que arrastra la crecida se amontonan promiscuas bajo los ojos del
puente sin ningún orden, mientras que los ciudadanos de Morguesa se iban colocando
uno tras otro, con un sentido cívico casi escandinavo.
Muchos, al
ver la cola, acudían prestos a unirse a ella para no quedar fuera de lo que
fuera:
—¿Aquí qué dan?
—No sabemos, pero no se cuele, listillo.
II
El tiempo
pasaba, y los alimentos y el agua empezaban
a escasear cuando ya el invierno se apuntaba inminente en el aire, amenazando
abatirse sobre la fila cada vez más larga. Aunque la gente todavía se mantenía serena,
la obscena proximidad de los cuerpos había propiciado la violación por parte de
algunos indeseables, de uno de los principios más elementales de la moderna
convivencia: el de la interpolación comunicacional. Y es
que la conducta primitiva de ciertos sujetos, conversando de viva voz, sin
aparatos de por medio, no solo
violentaba el recato social, sino que además ponía en riesgo la salud pública.
Tras la enérgica
actuación de don Marcelino Manzanas i Proust, exsubsecretario de Magdalenística
del Ministerio de Nostalgia y Bollería, conminando a los rebeldes a hablar a través de
sus aparatos, civilizadamente, en lugar
de repartir sus gérmenes a discreción, las cosas volvieron a su sitio y cada
cual a sus teléfonos móviles, a sus llamadas, a sus mensajes, sus fotos, sus
aplicaciones favoritas…un mundo inagotable y maravilloso de entretenimiento
personalizado, información a la carta y contacto social interpolado, sin intercambio de microbios, ni la violencia intrínseca del tú a tú.
III
Pero
las instrucciones seguían sin llegar, la situación se prolongaba y la cola de
gente era cada vez más larga. Y he aquí que lo impensable ocurrió: el punto
crítico, ese en el cual las baterías avisan de que salvo recarga inmediata van a morir de agotamiento, era ya una dramática realidad en muchísimos teléfonos.
Uno tras otro los aparatos decaían provocando el nerviosismo y la desesperación
de sus dueños. Los que conservaban algo
de carga sufrían el acoso de los que la habían consumido íntegramente:
—Un instante, solo un instante —imploraba una mujer ante la frialdad de sus
vecinos—, lo justito para mirar mi
Facebook, lo juro, solo un instante y lo devuelvo...
—Mi esposa, mi niño…me esperan, un
mensajito, por caridad…—moqueaba un caballero.
—¡La ruina! —exclamaba un bróker
desesperado mientras se aflojaba el nudo de la corbata—. Los Holy God&Plastic
Bonds, ¡es que no lo comprenden, es el
desplome!
—¡Cállese hombre, cállese, y deje de echarnos el aliento!
Y como estos,
cientos de casos de cuya variada casuística no voy a hacerme eco para no abrumar
al lector si por ventura alguno ha llegado hasta aquí (en tal caso, sería tonto
perderse el final).
En fin, que los nervios y las disputas,
afloraban en la misma medida en que perecían los teléfonos móviles. Mientras la
luz carmesí continuaba brillando impertérrita allá en lo alto como una amenaza
de sangre para quien osara desafiar su mandato.
IV
La fase bélica
estaba a punto de sustituir a la de sumisión y parálisis (según la evolución natural de los
procesos históricos), cuando un individuo con una sola pierna, comenzó a
abrirse paso sin miramientos. La gente le increpaba furiosa, pero se apartaba
ante los decididos aspavientos de las muletas del lisiado, que consiguió llegar
hasta la cabecera de la fila con relativa facilidad. Allí, en precario
equilibrio sobre su única pierna y una muleta, con la otra la emprendió a
golpes con la luz roja hasta que la bombilla estalló. Triunfante, se giró hacia
la multitud que le miraba estupefacta,
levantó al cielo la muleta golpeadora y, con todo lo que daba de sí su voz
(sorprendentemente aflautada), gritó:
—¡A tomar por culo!
Entonces se
produjo la estampida y todo el rebaño se lanzó al cruce en ciego tropel, como si no hubiera mañana, tal como los ñus de
la tele a la hora de mi siesta atraviesan los ríos de África en busca de más
verdes pastos.
EPÍLOGO Y MORALEJA FISCAL
Cuando llegó
el técnico municipal a reparar la avería después del almuerzo, allí solo quedaban
los despojos del pánico: zapatos, sombreros, bolsos, gafas pisoteadas, teléfonos destripados, los restos de la
bombilla roja, un par de muletas y el
cuerpo aplastado del cojo que el operario hubo de apartar un poco con el pie
para poder montar la escalera.
—¡Vándalos!—exclamó indignado
mientras se encaramaba a la escalera—. Uno viene tan tranquilo a cambiar un
relé y se encuentra con que, además, han reventado la bombilla. No hay derecho.
Cinco o seis
minutos después, el semáforo estaba reparado y las tres luces se alternaban con la cadencia habitual
gracias a los servicios de mantenimiento del Ayuntamiento de Morguesa. ¡Y
todavía hay quien se pregunta para qué sirven
nuestros impuestos!
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